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Brasil: La turba deja su huella

El 8 de enero, una turba de simpatizantes de ultraderecha del expresidente Jair Bolsonaro irrumpió en las sedes de las principales instituciones del Estado brasileño, poniendo en evidencia de manera muy cruda las divisiones políticas del país. Durante los dos meses que han pasado desde las elecciones de Brasil de 2022, en las que Bolsonaro perdió ante el actual presidente Luiz Inácio Lula da Silva, los militantes habían estado acampando frente al cuartel general del ejército en Brasilia, clamando por un golpe militar para reinstalar a su ídolo. Esa mañana abandonaron el lugar en una caminata de 8 km que terminó con el saqueo del Congreso nacional, el Tribunal Supremo y el palacio presidencial. Posteriormente, la policía detuvo a unos mil quinientos implicados. El campamento ya ha sido desmantelado, pero el potencial para futuras movilizaciones sigue latente, con protestas aisladas que generaron bloqueos en carreteras de São Paulo y otros tres estados tras los disturbios. Igualmente importante es que, aunque Bolsonaro está en EE. UU., sus aliados permanecen en posiciones de gran poder en todo el país, incluidos estados grandes y con mucha población, el Congreso (donde su Partido Liberal tiene la mayoría de los escaños en ambas cámaras) y las fuerzas armadas. Las autoridades deben darle prioridad a la judicialización de las personas involucradas en el ataque del 8 de enero. Pero el gobierno de Lula también tendrá que encontrar la manera de trabajar con las fuerzas políticas formales que representan al bolsonarismo y calmar el descontento entre sus numerosos seguidores en el ejército y la población en general.

Evocando deliberadamente lo que sucedió en el Capitolio de EE. UU. el 6 de enero de 2021, el premeditado ataque al sistema democrático brasileño fue impactante pero no sorprendente. A lo largo de la campaña electoral de 2022, Bolsonaro, un populista de extrema derecha que llegó al poder en 2018 con la promesa de acabar con la corrupción y restaurar los valores sociales conservadores, intentó desacreditar el sistema de votación y a las autoridades electorales. Muchos interpretaron estos ataques como una señal de que, si su oponente prevalecía, él podría conspirar para bloquear el relevo en el poder. Después de perder por un estrecho margen ante Lula, Bolsonaro al parecer no se inclinó por una maniobra de ese tipo y prácticamente se retiró de la vida pública. Pero no reconoció su derrota y se negó a asistir a la toma de posesión de Lula el 1 de enero. Mientras tanto, sus principales partidarios, galvanizados por la retórica y la red de apoyo en redes sociales de su líder, y radicalizados aún más hacia la derecha por su defensa del flagrante mal manejo de su gobierno de la pandemia del COVID-19, se alinearon a su lado. Han exigido repetidamente que se anule el resultado de las elecciones y que las fuerzas armadas tomen el poder. Sus protestas han expuesto diversos grados de violencia real e implícita: bloqueos de carreteras, marchas, un frustrado atentado con explosivos en el aeropuerto de Brasilia y lo que parecían ser masivos saludos nazis durante una reunión en una próspera región agrícola.

Las diversas iniciativas que culminaron en los disturbios del 8 de enero parecen haber requerido organización.

Las diversas iniciativas que culminaron en los disturbios del 8 de enero parecen haber requerido organización. Los investigadores policiales y judiciales ahora centrarán su atención en la red de logística, comunicación y finanzas que los hicieron posibles. Pero, al igual que tras los eventos en el Capitolio estadounidense, los imperativos inmediatos de las fuerzas del orden público se superponen con la tarea más delicada de identificar los papeles desempeñados por figuras políticas y militares afines a Bolsonaro.

El expresidente rechazó, de manera no muy contundente, los disturbios, comparándolos con manifestaciones realizadas en el pasado por sus opositores políticos, incluidas las protestas de 2013 contra los problemas de los servicios públicos y la corrupción, así como un paro nacional que se dio cuatro años después. “Las manifestaciones pacíficas, conforme a la ley, hacen parte de la democracia. Sin embargo, el vandalismo y la invasión de edificios públicos como en los hechos de hoy, y como los realizados por la izquierda en 2013 y 2017, son una excepción a la regla”, escribió en Twitter. Pero negó haber tenido un papel en los disturbios e insistió en que siempre ha actuado dentro de la ley. No obstante, varios legisladores estadounidenses han pedido su extradición, la cual debe ser solicitada formalmente por las autoridades brasileñas tras presentar cargos penales contra el expresidente. Sin embargo, puede ser difícil obtener pruebas de la participación directa de Bolsonaro en los disturbios, y cualquier medida para capturarlo probablemente genere una gran tensión política. Mientras tanto, el Departamento de Estado de EE. UU. confirmó el 9 de enero que cualquier persona que ingrese al país con una visa diplomática pero cuyas funciones oficiales expiren durante su estadía, como es el caso de Bolsonaro, está obligada a abandonar el país u obtener una nueva visa en los 30 días siguientes a su llegada.

La respuesta de los aliados de Bolsonaro en posiciones de poder ha sido mixta. El gobernador de Brasilia, el bolsonarista Ibaneis Rocha, despidió a su jefe de seguridad, Anderson Torres, el 8 de enero después de que comenzaran los disturbios. En ese momento, Torres estaba de vacaciones con su familia en EE. UU., donde permanece aún; según informes, durante la marcha hacia los edificios federales, el jefe de seguridad encargado le dijo a Rocha que los participantes eran “totalmente pacíficos”. El propio Rocha fue suspendido por 90 días poco después por el Tribunal Supremo por no haber contenido la violencia. Otros miembros de la coalición pro-Bolsonaro, incluido el líder de su Partido Liberal, se han distanciado de la violencia, calificándola de “vergonzosa” y diciendo que “no representa al partido”. El partido y sus aliados nacionales, así como poderosas figuras regionales como el gobernador de São Paulo, Tarcísio de Freitas, seguirán siendo cruciales para la capacidad de Lula de controlar la agitación de la extrema derecha. Al mismo tiempo, es probable que no quieran alienar a sus seguidores más devotos y militantes. Freitas y Romeu Zema, el gobernador pro-Bolsonaro de Minas Gerais, asistieron el 9 de enero a una reunión de emergencia convocada por Lula para discutir los disturbios, en la que Freitas afirmó que “la pacificación requiere gestos de todos: del legislativo, del ejecutivo, del judicial y de los estados”.

Las autoridades también tendrán que investigar si los miembros de las fuerzas de seguridad no lograron controlar los disturbios o si actuaron en complicidad para que continuaran. En su reunión con los gobernadores estatales el lunes, Lula manifestó su frustración con la cúpula militar y declaró que “daba la impresión de que había generales a los que les gustaba que el pueblo pidiera un golpe”. Fuentes del gobierno han dicho a los medios que muchos de los que estaban en el campamento en Brasilia eran militares retirados o familiares de militares en servicio. Videos difundidos en redes sociales muestran a la policía militar comprando refrescos para los manifestantes, mientras que los soldados en el palacio presidencial, según informes, no hicieron nada para evitar el daño que la turba causó en su interior.

Los eventos en Brasilia han reforzado la preocupación generalizada en América Latina sobre los peligros que acechan a la democracia.

Los eventos en Brasilia han reforzado la preocupación generalizada en América Latina sobre los peligros que acechan a la democracia. En toda la región, gran parte de la cual ahora está dirigida por gobiernos de izquierda cercanos al de Lula, los líderes expresaron su consternación por los disturbios, y presidentes como el colombiano Gustavo Petro y el argentino Alberto Fernández los calificaron como una obra de derechistas empeñados en frustrar un gobierno progresista. Una perspectiva menos partidista apuntaría, en cambio, a una creciente ola de violencia política en los últimos años, que incluye intentos de asesinato de figuras políticas tanto de derecha (incluido el propio Bolsonaro en 2018) como de izquierda, así como estallidos de protestas legítimas que en ocasiones se han convertido en batallas campales con personal de seguridad que ha utilizado munición real, por ejemplo en Colombia, Nicaragua, Venezuela, Chile y Perú. Gobiernos que se presentan a sí mismos como de izquierda también han protagonizado represiones autoritarias: las autoridades venezolanas han arrestado a cientos de presos políticos, lo que provocó una investigación de la Corte Penal Internacional sobre posibles crímenes de lesa humanidad, mientras que la policía y los tribunales de Nicaragua han encarcelado masivamente a la oposición.

La violencia parece más probable en los países donde las divisiones ideológicas son más marcadas, con los protagonistas tildándose unos a otros de amenazas para la coexistencia pacífica. Impulsada tanto por políticos que buscan simpatizantes entre un público descontento como por la demanda popular de liderazgos fuertes, la retórica tóxica se ha convertido en una característica de muchas democracias latinoamericanas. Los partidarios de Bolsonaro se niegan a aceptar lo que consideran un gobierno criminal e inmoral que llegó al poder sobre la base de unas elecciones que creen fueron fraudulentas, una afirmación para la que (al igual que los partidarios de Trump en enero de 2021) no tienen pruebas. En Perú, mientras tanto, la perdedora de derecha en las elecciones de 2021 se negó a aceptar la derrota durante semanas; a su vez, el eventual vencedor, el izquierdista Pedro Castillo, provocó su propio encarcelamiento y semanas de turbulencia al intentar disolver el Congreso y gobernar por decreto.

Sin embargo, el levantamiento en Brasil tiene las características particulares de la extrema derecha. Los círculos de ultraderecha brasileños, incluidos los miembros de la familia de Bolsonaro, se han inspirado claramente en los últimos días de la administración del expresidente estadounidense Donald Trump, durante los cuales instigó para alterar el resultado de las elecciones de 2020. La incursión en el Congreso por parte de activistas despreocupados por ocultar su identidad o participación en actos de ostensible destrucción guarda semejanza con los eventos de principios de 2021 en Washington, con la notable diferencia de que la legislatura brasileña estaba vacía en el momento del asalto. Los investigadores judiciales bien podrían explorar si la semejanza entre los movimientos de derecha en EE. UU., Brasil y otros lugares se debe a una coordinación real más allá del mercado de ideas.

La flagrante violación de la ley del 8 de enero no significa que Brasil haya sucumbido a una toma del poder por parte de la extrema derecha.

Sin embargo, la flagrante violación de la ley del 8 de enero no significa que Brasil haya sucumbido a una toma del poder por parte de la extrema derecha. A lo largo de los años del gobierno de Bolsonaro, y a pesar de su incendiaria retórica, decisiones desacertadas y nostalgia por el gobierno militar, Brasil mantuvo intacto su orden institucional y constitucional. Sentencias judiciales firmes escritas en un lenguaje sin titubeos, una vibrante sociedad civil y una amplia coalición popular, reforzada por un fuerte respaldo internacional a la democracia brasileña, le permitieron a Lula no sólo ganar el poder sino mantener a raya la amenaza de un golpe de Estado. El rechazo a los desmanes por parte de un frente unido de instituciones federales y estatales el 9 de enero, junto a las manifestaciones en apoyo a la democracia, deben fortalecer a Lula y al poder judicial para llevar a cabo investigaciones justas y transparentes de los sectores más fanáticos de la base de Bolsonaro, al igual que sobre el propio expresidente, si surge evidencia de su participación. Mientras las fuerzas armadas no decidan precipitadamente intervenir en política, esas mismas condiciones deben asegurar que su gobierno funcione con normalidad.

Pero con un año por delante que promete poco alivio económico, y con las divisiones ideológicas de la sociedad brasileña marcada en las instituciones estatales, el nuevo gobierno tendrá que trazar un camino entre judicializar a los fanáticos de Bolsonaro y negociar con sus discípulos políticos y partidarios más moderados, así como apaciguar y controlar a las fuerzas armadas. Le guste o no, el nuevo gobierno no puede ignorar el amplio apoyo popular al conservadurismo del expresidente y a su desconfianza de las élites políticas. La mejor y más realista esperanza de estabilidad en Brasil no es esperar que sus partidarios más pragmáticos abandonen sus convicciones, sino restablecer la credibilidad del liderazgo político federal a través de un gobierno transparente, limpio y efectivo. Mientras tanto, el gobierno de Lula debe encontrar una manera de convencer al movimiento que Bolsonaro construyó de que abandone las calles y trabaje dentro del sistema. Bolsonaro y sus extremistas pueden no estar de acuerdo, pero entre más aislados estén, menos poder destructivo tendrán.

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